No queda lugar a la duda: las políticas peligrosas que desde el Gobierno de Pedro Sánchez se están ejecutando están llevando a España a un enfrentamiento social sin precedentes. La polarización social ya no es una consecuencia accidental, sino una estrategia política diseñada. Lo dejó claro su mentor, José Luis Rodríguez Zapatero, cuando defendió que “la tensión beneficia a la izquierda porque moviliza al votante”. Y Sánchez lo aprendió bien: ha convertido la división en su herramienta de poder, el enfrentamiento en su método de gobierno y la crispación en su bandera.
España se desangra ideológicamente. La calle está partida en dos, los medios se alinean según el bando, y la convivencia se debilita cada día más. Las redes sociales hierven de odio y la política institucional ya no busca acuerdos, sino enemigos. El presidente que prometió cohesión nacional se aferra a un poder sostenido por la fractura, consciente de que sin ella perdería su única base de apoyo: los extremos y los intereses que viven del caos.
El Gobierno que alimenta la división
La polarización social actual no se explica solo por las diferencias ideológicas, sino por una estrategia planificada. Sánchez ha tejido una red de apoyos que depende de la confrontación: independentistas, populistas y herederos de la vieja izquierda radical. Su gobierno no une, sino que enfrenta. Y lo hace, además, con una arrogancia institucional sin precedentes.
Mientras los ciudadanos padecen la inflación más alta de los últimos años —España encabeza el aumento de precios en vivienda y alimentación según Eurostat—, el Gobierno se centra en alimentar la batalla cultural, revivir fantasmas del pasado y mantener ocupada a la opinión pública. Franco resucita cada vez que hay un nuevo escándalo. Se manipula la memoria histórica para tapar la corrupción presente. La historia se usa como cortina de humo, no como lección.
Pero lo más grave es el desprecio a quienes levantan este país: los autónomos. Asfixiados por cuotas crecientes, impuestos desbordados y una burocracia que los ahoga, son víctimas directas de un sistema que los exprime mientras el Ejecutivo habla de “justicia social”. El propio Consejo de Economistas alertó este año de que España se sitúa entre los países europeos con mayor presión fiscal efectiva sobre trabajadores por cuenta propia. Mientras los sindicatos subvencionados se manifiestan con banderas del partido y los llamados “progresistas” justifican el expolio, miles de autónomos cierran cada mes.
Y si algo caracteriza a este Ejecutivo es el uso sistemático de recursos públicos para blindar su relato. El caso del CIS, bajo la dirección de José Félix Tezanos, es el ejemplo perfecto. Lo que antes fue un instituto demoscópico respetado se ha convertido en un instrumento propagandístico. Sus encuestas inflan al PSOE, minimizan a la oposición y condicionan titulares mediáticos. Todo ello, pagado con dinero de todos los españoles. Asesores y trabajadores del propio CIS han denunciado públicamente la politización y el sesgo ideológico de Tezanos. Pero ahí sigue, fiel al guion: manipular la percepción para fabricar una mayoría ficticia que sostenga al Gobierno.
Mientras tanto, los llamados “medios amigos” reciben subvenciones millonarias. Se premia al aplauso y se castiga la crítica. Los que destapan irregularidades son tachados de “seudoperiodistas” o “extremistas”, y los que difunden la versión oficial son bendecidos como guardianes de la democracia. Así se destruye la prensa libre: comprando el silencio y estigmatizando la verdad.
Y en ese escenario, no extraña que la polarización social haya alcanzado niveles preocupantes. Según el proyecto Varieties of Democracy (V-Dem), España está hoy en el punto de mayor polarización desde la transición democrática. La distancia emocional entre votantes de distintos partidos supera incluso la de países históricamente más crispados como Italia o Francia.
La consecuencia es visible: una sociedad enfrentada, una política cada vez más bronca y un Parlamento convertido en un plató donde la verdad se sustituye por la propaganda.

Un país al borde del estallido social
No hace falta mirar muy lejos para imaginar hacia dónde nos lleva esta deriva. En México, decenas de políticos y candidatos fueron asesinados durante el proceso electoral de 2024. En Estados Unidos, el fanatismo ideológico derivó en tiroteos políticos y asaltos a instituciones. ¿A cuánto estamos de ver algo similar en España si seguimos alimentando el odio y la deshumanización del adversario?
La crispación que se vive en el Congreso, donde los insultos son ya rutina, podría ser el preludio de algo peor. Cuando la política deja de ser diálogo para convertirse en campo de batalla, el siguiente paso suele ser la violencia. Y ese camino ya se ha recorrido en demasiados países.
Sánchez, lejos de apaciguar los ánimos, los calienta cada día con nuevos gestos provocadores. El uso partidista de la justicia, los ataques a la oposición, el desprecio a los jueces, la persecución mediática y la manipulación de los datos públicos son el caldo de cultivo perfecto para una sociedad fracturada. El propio Parlamento Europeo advirtió en 2023 de “riesgos para la independencia judicial” en España, mientras desde la Moncloa se desprecia cualquier crítica con un “todo es fango”.
En este contexto, la polarización social se convierte en arma política y en escudo. Sirve para ocultar el desastre económico, para distraer de los casos de corrupción —Koldo, Begoña Gómez, Ferraz— y para justificar el ataque a quienes se atreven a cuestionar. Es una técnica tan vieja como eficaz: inventar enemigos para consolidar el poder.
Pero la factura la pagamos todos. El odio se multiplica en redes, los insultos se normalizan en los debates y el respeto institucional se disuelve. Las universidades ya no son templos de pensamiento, sino recintos ideológicos donde solo pueden expresarse los que repiten el dogma oficial. Los demás son censurados o ridiculizados.
Y mientras España se parte en dos, el Gobierno sonríe desde el Palacio de la Moncloa, convencido de que cuanto más ruido haya, más fácil será sobrevivir otro día. Pero la historia enseña que la polarización social nunca termina bien. Los años treinta ya nos dejaron una lección que algunos parecen empeñados en olvidar: cuando un país se enfrenta a sí mismo, no hay vencedores, solo ruinas.
Sánchez juega con fuego. Y aunque hoy crea que controla las llamas, mañana podrían devorarlo. Un Gobierno que necesita enemigos para existir está condenado a vivir de la confrontación, no del progreso.
España merece un horizonte distinto, donde los autónomos no sean perseguidos, donde los medios no sean comprados, donde las encuestas no sean propaganda y donde la verdad no dependa del color del partido.
Porque la polarización social no es una señal de fortaleza democrática, sino su enfermedad más peligrosa. Y si no frenamos a tiempo, el coste será mucho más alto que unas urnas: será la pérdida definitiva de nuestra convivencia.
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